Hoy en día, la definición del acoso se ha trivializado, utilizándose para describir
situaciones que no corresponden a su verdadero significado. Con cada uso incorrecto, esta
palabra va perdiendo su peso y la importancia de lo que realmente representa. según el
artículo 2 de la ley 1620 de 2013 esta se entiende por “toda conducta negativa, intencional,
metódica y sistemática de agresión, intimidación, humillación, ridiculización, difamación,
coacción, aislamiento deliberado, amenaza o incitación a la violencia o cualquier forma de
maltrato psicológico, verbal, físico o por medios electrónicos contra una niña, niño o
adolescente, por parte de un estudiante o varios de sus pares con quienes, y que se
presenta de forma reiterada o a lo largo de un tiempo determinado. También puede ocurrir
por parte de docentes contra estudiantes, o de estudiantes contra docentes, y ante la
indiferencia o complicidad de su entorno.”
El acoso es una forma de agresividad injustificada que siempre conlleva violencia. Su
impacto distorsiona las relaciones sociales y crea un entorno tóxico que gira alrededor del
miedo. A pesar de ser un tema ampliamente discutido, aún falta abordarlo con la
profundidad y organización necesarias, especialmente en el ámbito digital, donde el
ciberbullying permite que el acoso persista sin necesidad de contacto directo.
La primera y más básica reflexión de hoy alrededor de este tema, es que, desde nuestra
labor como maestros, educadores y formadores, ya sea en la escuela o en casa, evitemos
normalizar los malos tratos. Las palabras, las burlas, los sobrenombres, las expresiones
verbales o físicas que a veces parecen triviales y hasta cómicas, pueden desencadenar en
casos de acoso. Es crucial que reflexionemos sobre los límites que establecemos en
nuestras interacciones y es vital recordar el poder de nuestras palabras y acciones